Ya basta...


    Silencio. Silencio y una sonrisa; fue su única respuesta. Le observó maravillado. Era preciosa, y le encantaba su sonrisa; tan bonita, quizás la más bonita de todas; tan grande… pero algo fallaba en ella. Quizás era que su enorme sonrisa, tenía el mismo tamaño que el dolor que trataba de ocultar.
    Al darse cuenta, suspiró. No le entendía, nunca lo haría. Ella se dio la vuelta de nuevo, con orgullo y dignidad. Pretendía escapar, estaba seguro. Pero no pensaba permitirlo, esta vez no. Sujetó su brazo con firmeza y la giró.


    –Tu corazón está destrozado y duelo; lo sé – le informó con simpleza –. Lo sé a pesar de tus infantiles e inútiles intentos por ocultarlo – ella le miró dolida. Estaba hiriendo su orgullo, lo sabía; pero no la soltó. Dudó un instante –. Lo sé a pesar de ese estúpido velo de indiferencia y frialdad con el que te empeñas en cubrir tus ojos – vio una pequeña grieta abrirse en su máscara, aquello le animó –. Lo sé a pesar de ese inservible traje de orgullo con el que te vistes día tras día, ese orgullo que impide que las lágrimas caigan… Las lágrimas son saladas, ¿lo sabías? – le dedicó una débil sonrisa –. Cuando aguantas demasiadas veces el llanto y te lo tragas, las lágrimas se empiezan a deslizar lentamente por tu corazón, inundándolo despacio pero constantemente – se acercó a ella y cuando sus labios casi se rozaban, susurró –. La sal nunca ha sido buena para las heridas.


    Y la besó, diciéndola que todo iría bien y él se quedaría a su lado. Fue un beso cargado de promesas y sentimientos confusos pero reales, con un toque salado; como las lágrimas que lentamente se deslizaban por las grietas de su máscara.

Comentarios